La trémula luz de las antorchas apenas servía para iluminar a los fieles reunidos en las catacumbas, dibujando el temblor de sus propios cuerpos arrodillados, plenos de temor y de esperanza. Su crepitar parecía unirse a sus oraciones y casi las ahogaba, pues éstas no pasaban de ser susurros que acompañaban al silencio en lugar de quebrarlo. Era necesario que así fuera, ya que el emperador Valeriano había decretado la muerte para todos los que profesaran la Fe de Cristo, y éstos habían tenido que volver de nuevo a esconder su credo en las profundidades de la tierra para no ser descubiertos.
Pese a todo, el Santo Padre sabía que era solo cuestión de tiempo que les encontraran y les asesinaran. Los paganos podían aplicarse con un feroz celo a la tarea de rastrear a la Iglesia allá donde se encontrara, celo que solo se explicaba si procedía de un odio demoníaco hacia la Verdad. Su predecesor, Esteban I, había sido degollado sobre la misma silla pontificia apenas un año antes, y él, Sixto II, no ignoraba que el martirio le llegaría también. Desde el mismo momento en que había llegado a Roma desde su Grecia natal había sospechado que no abandonaría la Ciudad Eterna con vida.
Aquello, no obstante, no le provocaba desazón alguna. En tanto que humano, no tenía control sobre su muerte, pero sí sobre su vida, y la emplearía en defender su Fe hasta el día en que el Altísimo le reclamara. Y en aquella noche de verano, reunido junto a sus diáconos y unos pocos fieles en el cementerio de Pretextato para oficiar la Santa Misa, no existía ningún otro lugar del mundo en que hubiera preferido estar.
Por eso, cuando llegaron los soldados, no hizo ademán alguno de huir.
- ¡Quedáis todos arrestados por desobediencia contra las leyes del emperador!
El grito del oficial al mando quebró la quietud de la oración, y algunos de los fieles sucumbieron al pánico, tratando de encontrar entre los recovecos de las catacumbas algún escondite que jamás podría existir. Pero Sixto II permaneció firme mientras imploraba al Altísimo que le diera fuerzas para lo que intuía que iba a sucederle. A su lado, sus siete diáconos trataron igualmente de mantener la compostura y de mantenerse unidos en torno al pontífice, aunque sabían que aquello no iba a mejorar en nada su suerte.
Uno de los siete diáconos era el hispano Lorenzo, quien trató de estar cerca del Santo Padre cuando los soldados lo apresaron con una violencia innecesaria dada su nula resistencia. Muchos otros diáconos y fieles fueron arrestados también, pero un soldado empujó al margen a Lorenzo, tirándolo al suelo, y le dijo:
Lorenzo se incorporó y, entre la desesperación de ver cómo se llevaban al Papa y la confusión por que el soldado lo hubiera apartado, apenas acertó a preguntar:
Pero no obtuvo respuesta.
***
Habían sido muchos los factores que habían cimentado el poder de Roma hasta llevarla a dominar el mundo conocido, y la guerra no era el menor de ellos. Ninguno de los logros científicos, proezas culturales o avances jurídicos que los romanos habían alcanzado servían de nada si no había armas para defenderlos. La República se había fundado sobre aquella verdad ineludible, y el Imperio no solo no la había rechazado sino que la había llevado a la máxima expresión: su poder solo estaría a salvo si no había zona del mundo conocido donde no pudieran llegar las águilas de las legiones romanas, si todos sus enemigos vivían con el temor de provocar su ira. La guerra no era una elección; era una necesidad.
El prefecto de la ciudad era consciente de ello. Sabía que las legiones no podían descansar, y que, en aquel turbulento Imperio sumido en la anarquía, la guerra era también el camino que recorrían aquellos suficientemente ambiciosos y despiadados como para conquistar la corona imperial. Aunque el emperador Valeriano no era un general, había llegado al poder después de que su predecesor fuera asesinado por sus propios soldados, una práctica que se volvía cada vez más común. Los invictos legionarios de Roma debían ser contentados con un tributo constante, y ese tributo se medía en tierras conquistadas y vidas arrebatadas. Aquel proceder era violento, pero ofrecía grandes oportunidades, y el prefecto, hombre astuto y codicioso, quería aprovecharlas.
Sus soldados trajeron ante él al diácono hispano, tal como les había ordenado. Dejó pasar un tiempo antes de que hablara y disfrutó del temor que reflejaba la mirada del cristiano, temor que se fundamentaba en la ignorancia de lo que le esperaba y de por qué le habían llevado ante el prefecto. Éste, cuyo corazón pagano odiaba a los cristianos, no tenía prisa por iluminar esa ignorancia, y cuando comenzó a hablar lo hizo de forma deliberadamente ambigua.
- Pronto habrá guerra – afirmó -. Los persas han arrebatado Armenia y Antioquía al emperador, y esa es una afrenta que no puede quedar sin castigo.
Lorenzo asintió, pero seguía sin entender qué quería el prefecto con esas palabras, por lo que permaneció callado.
- Sin embargo, no es posible librar guerras sin dinero. Los soldados tienen la mala costumbre de querer cobrar por sus penurias, y hay que comprar armas, pertrechos, víveres… un negocio ruinoso, la guerra. Salvo que el saqueo lo compense, claro. Y ahí es donde entras tú.
Lorenzo pensó que el prefecto iba a pedirle algún tipo de rescate a cambio de evitar su ejecución, pero aquello no tenía mucho sentido. Ni su familia era rica como para poder comprar su vida, ni el prefecto querría arriesgarse a sufrir la ira del emperador por perdonar a un cristiano. Sin embargo, antes de que dijera nada, el prefecto continuó:
- Sé que guardáis grandes tesoros en vuestra iglesia. Esos tesoros no os pertenecen; pertenecen a Roma. No serán usados para dar culto a vuestro ridículo Dios, sino para acrecentar nuestra gloria. Entrégame esos tesoros, y procuraré que salves la vida. Tienes tres días.
El diácono no supo qué decir. Cuando lo habían arrastrado ante el prefecto no había esperado que le ofrecieran salvar la vida, ni el precio que iba a tener que pagar por ella. Tampoco sabía a qué tesoros podía referirse el prefecto, ni qué esperaba conseguir, ni si sería alguna clase de trampa. Pero el pagano no necesitaba una respuesta, y los soldados lo echaron de vuelta a la calle sin darle opción a formular palabra alguna.
Una vez fuera, la incipiente luz del amanecer pareció traer a Lorenzo de vuelta a la realidad. Una parte de sí seguía sin asimilar lo que había sucedido en las últimas horas, desde su prendimiento en las catacumbas hasta la conversación que acababa de tener, y sentía que el despertar del día era también el despertar de una ensoñación. La calma de una ciudad que poco a poco se desperezaba y comenzaba sus ocupaciones cotidianas, completamente ignorante de lo que acababa de suceder, le invitaban a sentirse así. Quizá él también pudiera simplemente comenzar de nuevo como si nada acabara de suceder…
Pero sabía de sobra que no era así. El Santo Padre y sus diáconos habías sido arrestados e iban a ser martirizados, como había sucedido con el Pontífice anterior y como sucedería con tantos otros en el futuro. Solo él parecía haber evitado la sentencia de muerte, pero ¿a qué precio? Sabía que era un precio que no estaba dispuesto a pagar, pero le preocupaba que la debilidad de su carne y el miedo le hicieran renegar aquello que más amaba. Y, sobre todo, le preocupaba que el prefecto le hubiera dirigido la oferta a él de entre los siete diáconos. ¿Acaso el demonio creía que era el más débil de los siete, aquel cuya alma más fácilmente podría caer en semejante traición?
Se hallaba envuelto en esas cavilaciones cuando sintió formarse un griterío a lo lejos, pero avanzando hacia donde se encontraba. Se formó un funesto presentimiento respecto a qué podía motivar tal alboroto, y con el corazón en un puño corrió a su encuentro para confirmar sus temores: el Pontífice y los demás diáconos estaban siendo arrastrados por una turbamulta furiosa, y no había duda respecto a cuál era su destino. Venciendo el temor, Lorenzo se adentró entre la multitud y, tras muchos empujones y forcejeos, consiguió verse cara a cara con Sixto II.
- ¿Dónde vas, padre, sin tu hijo?
El Santo Padre estaba agotado bajo el peso de la tensión y de la forma en que había sido tratado desde su prendimiento, y le costó reconocer el rostro de Lorenzo entre la multitud. Cuando lo hizo, su primera expresión fue de sorpresa.
- ¿Hacia dónde te apresuras, santo obispo, sin tu diácono? – insistió el hispano -. Tú nunca ofreciste el sacrificio sin tu ministro, ¿qué te disgustó de mí, padre?
Sixto II vio la angustia en los ojos de su diácono, el temor a que le consideraran indigno de ser un leal miembro de la Iglesia… y le sonrió con dulzura.
- Hijo mío, dentro de pocos días me seguirás.
Nuevos golpes y empujones apartaron al Pontífice y a Lorenzo, pero ya las palabras del primero habían conseguido sustituir la confusión y amargura del segundo por paz y claridad de propósito. Aunque perdiera de vista al Santo Padre, sabía que se volverían a encontrar, y sabía que ese encuentro sería en la Casa del Padre… pues el propio sucesor de San Pedro se lo había prometido, y comprendía perfectamente lo que tenía que hacer.
Lorenzo se alejó del gentío y echó a andar hacia la iglesia cuyos tesoros ambicionaba el prefecto. Y, mientras caminaba, sonreía.
***
Pasaron tres días, los mismos que el cuerpo de Cristo había estado enterrado tras Su crucifixión, al término de los cuales Lorenzo volvió al palacio del prefecto. Los soldados que custodiaban la puerta apenas fueron capaces de reconocerle, pues su rostro, que en la ocasión anterior había estado envuelto en un sudario de temor, parecía ahora iluminado por un fuego desconocido.
- Traigo los tesoros de la iglesia – dijo Lorenzo.
Los soldados lo miraron con desconfianza. Su expresión no era la de alguien que estuviera traicionando todo aquello por cuanto había vivido. No había rastro de la vergüenza que cabría esperar de alguien que antepusiera su vida a sus creencias, ni del rencor que podría albergar aquel que hubiera renegado de tales creencias por considerarlas falsas. Tampoco entendían por qué estaba acompañado por una horda de pordioseros, tullidos y enfermos. Pero era evidente que no representaban ninguna amenaza para la seguridad del prefecto, y quizá aquel grupo de los desechados y los marginados ocultaban entre sus harapos los tesoros que debían traer, por lo que dejaron pasar a tan lamentable grupo.
Una vez avisado de su presencia, el prefecto no tardó en aparecer. Aunque había tenido sus dudas respecto a que su amenaza hubiera surtido efecto, el anuncio de la venida del diácono le había puesto de buen humor, y sus ojos brillaban con la codicia del tesoro que iba a obtener… no para sí, por supuesto. Era un hombre astuto, y sabía que todo lo que le entregara al emperador antes de la guerra contra los persas le sería devuelto con creces tras el inevitable triunfo de las legiones romanas. Su alma se deleitaba mientras imaginaba las riquezas que encerraban las ardientes arenas de Oriente, y que pronto serían suyas… pero su ensoñación se vio interrumpida, de forma cruda y dolorosa, por la presencia de los despojos humanos que se encontró profanando la belleza de su palacio.
- He cumplido lo que me pedisteis, prefecto.
El pagano apenas escuchó lo que le decía el cristiano. Pese a sus palabras, no tenía la sensación de que éste hubiera cumplido de verdad, y aunque sus acompañantes parecían del todo inofensivos, había algo en el ambiente que parecía una ofensa o, quizá peor, una amenaza. Inquieto, el prefecto señaló al grupo que se arremolinaba en torno al diácono y le preguntó:
- ¿Quién es toda esta gente, y qué hace en mi palacio?
En el futuro, el prefecto juraría que jamás vio a un hombre sonreír con tanta sinceridad como aquel insolente hispano cuando respondió:
- Ellos son los tesoros de la Iglesia.
El corazón del prefecto se vio golpeado por un odio y un temor innombrables. Aquellas palabras no solo significaban, para él, una burla, sino un desafío a todas las creencias sobre las que se había asentado Roma y todas las civilizaciones que la habían precedido o a las que se había enfrentado. Lo que el diácono consideraba un tesoro era una colección de mendigos, enfermos, viudas, deformes, tullidos… no eran los fuertes, no eran los que regían el destino de las naciones, sino aquellos que podían ser descartados e ignorados sin temor porque no significaban nada para nadie. Pero si aquella secta venida de Oriente comenzaba a decirles que ellos eran importantes, que eran un tesoro querido por su Dios crucificado… si los poderosos tenían que verse obligados a tener en consideración a los humildes, si se les arrebataba el derecho de simplemente aplastarlos como siempre había sucedido en el orden natural de las cosas… entonces todo Imperio y toda corona tendría que someterse a unos límites que nunca antes habían tenido.
Y aquel hispano lo sabía. Por eso sonreía de aquella manera, de una forma que conseguía que el prefecto le tuviera, pese a todo, envidia. También a él le gustaría poder vivir sin miedo. Pero endureció su corazón y, temblando por la furia, dijo:
- Por esta insolencia, y puesto que tienes tanto deseo de reunirte con tu sumo sacerdote y con tu Dios, morirás. Pero me aseguraré de que tu muerte sea tan terrible que te arrepientas de haber escogido este camino.
Y mandó traer unas brasas y una parrilla de hierro en la que ataron al diácono. Al verlo, uno de los mendigos se dirigió al prefecto y, sin temor alguno, le gritó:
- ¡Insensato! ¿Crees que puedes quemar a este hombre en un fuego encendido por tus soldados? Su corazón ya está ardiendo con unas llamas frente a las cuales las tuyas no son nada. Su alma ya se ha inmolado en el fuego que Dios mismo arrojó sobre la tierra, y que nunca podréis extinguir. ¿No entiendes lo inútil de tu desafío? ¿Cómo pretenderás que prevalezcan tu miedo y tu mezquindad frente al temible amor de Dios?
Mientras tanto, Lorenzo soportaba la tortura con admirable coraje, hasta el punto de que cuando llevaba ya un rato sobre la parrilla dijo a sus torturadores:
- Ya estoy asado por este lado, volteadme para que me ase por el otro.
Finalmente, tras haber encomendado su alma al Padre y rezado por la conversión del Imperio, el último de los siete diáconos de Roma expiró.
***
Los restos del mártir fueron enterrados por los fieles en una tumba en la vía Tiburtina, y desde ese momento comenzaron a ser tratados con la veneración debida a los mártires. Apenas cincuenta años después de su martirio, el emperador Constantino construyó una capilla sobre el lugar de reposo de sus huesos, capilla que crecería hasta convertirse en la Basílica de San Lorenzo Extramuros. Su testimonio de coraje y amor sirvió para la conversión de muchos romanos, tal como le había pedido a Cristo durante su tortura.
Por su parte, el emperador Valeriano finalmente llevó a cabo su guerra contra los sasánidas, siendo derrotado y capturado en la batalla de Edesa dos años después del martirio de San Lorenzo. Fue el primer emperador romano en ser capturado por un ejército extranjero. El Sha Sapor I, líder de los sasánidas, le hizo beber oro fundido y después lo despellejó y usó su piel para adornar el principal templo zoroastrista de su Imperio.
NOTA DEL AUTOR
He escrito este relato procurando respetar lo que la hagiografía ha dicho durante siglos respecto al martirio de San Lorenzo. Más allá de las descripciones sobre los pensamientos y emociones de los personajes, lo único que he añadido es el breve discurso del mendigo al final del relato, e incluso esto se basa en homilías y reflexiones de los eclesiásticos respecto a la figura del santo hispano.
El relato ha sido revisado por el Páter Alfonso Valcárcel, sacerdote castrense, para verificar que no incluye nada contrario a la doctrina de la Iglesia Católica.